domingo, 29 de abril de 2007


“Primo, hagame el favor y me carga esta que la mia me pesa mucho.”

Josué desenfundo la mas pequeña de sus dos pistolas y me la entrego sin pudor alguno, yo tenia 13 años en esa época y nunca hasta ese momento había tenido el placer de tener el poder de la muerte en mis manos, y a pesar de que ya había logrado fabricar imitaciones perfectas de la R-15 que salía en “Misión del Deber” y el AK-47 de “Rambo 1”, en Extra Landia (el Lego clase media), y probarlas en sendas ocasiones dando de baja a mi hermano menor unas 15 veces diarias, no pude frenar la palidez absoluta que invadió mi cuerpo ante el contacto con semejante obra.

La deslicé cuidadosamente dentro de mi jean Levis (imitación autentica) sintiendo el frió metal del cañón contra mi muslo izquierdo, la cacha sobresalía descaradamente sobre mi cintura, desafiante ante el enemigo imaginario, poderosa ante el morbo infantil de un niño sin remordimientos.

Cerré los ojos y en un acto reflejo saque el arma con descaro, cargue el martillo como había visto hacer muchas veces en las películas del oeste y disparé al pecho de Josué, un ruido seco, el estallido del fulminante, la pólvora se enciende vigorosamente y entra en mis huellas digitales, se reparte por cada una de las redes nerviosas y llega al cerebro multiplicada por la energía desfogada en la desfachatez. Josue queda impávido ante la destreza de mis dedos y la sorpresa lo deja con su arma a medio cañón de ser desenfundada, la sangre brota desaforadamente de un pequeño agujero localizado entre las costillas cuarta y quinta del costado izquierdo, “un tiro perfecto”, pienso mientras me cubre una fina capa de agua rojiza que invade mi rostro y desciende en gotas espesas hasta mis labios dándome el placer del sabor de la sangre ajena.

Abro los ojos, Josué me mira curiosamente tratando de adivinar mis pensamientos, seguro del efecto del acero en los caminos creativos de la inocencia juvenil y el renacer de la violencia natural que la sociedad trata de aplacar a punto de hábitos estériles y enredados.

“No se preocupe pelao que tiene el seguro puesto…”

El seguro!, como pudo habérseme olvidado semejante detalle, practique nuevamente la escena pero me enrede tanto con el bendito seguro que Josué logro matarme 3 veces seguidas, después de la cuarta decidí desistir mientras la violencia de los acantilados de Palomino iban desplazando la imaginación a un segundo plano para dar cabida a la inmediatez de los sentidos.

Palomino se encuentra en el límite del departamento del Magdalena con la Guajira, en este punto la Sierra Nevada desciende aparatosamente contra el mar desgarrando sus entrañas, causándole heridas profundas con el filo de la roca que se incrusta sin compasión, espumarajos de dolor brotan de lo profundo sin respeto alguno por la tensión superficial mientras una densa neblina de sal intenta infructuosamente cubrir la batalla a la vista de los mortales.

Eran las 8 de la mañana de un sábado cualquiera, mi padre me había levantado muy temprano para que lo acompañara en uno de sus tantos viajes de trabajo por la costa Atlántica; gracias a él conocía la mayor parte de la Zona Bananera con su alfombras verdes de palma de donde cuelgan miles de gajos de guineo que unas semanas después sirven de alimento a otros tantos miles de gringos amantes del banano. Muchas veces me había internado con él dentro de los bosques de cultivo verde a instalar los equipos de bombeo que solo él sabía conectar de una manera tan precisa que eran capaces de aguantar los embates de la deficiencia eléctrica que proliferaba en la región; recorrí cientos de kilómetros de fincas a través de los túneles de garrocha, el gancho utilizado para colgar los racimos y que se desliza sobre una varilla lisa sostenida por tubos en forma de U invertida a dos metros del piso y un poco mas cuando pasa encima de las cañadas.

Pero aquel día el viaje no tenia como destino la Zona, nos dirigíamos hacia la Guajira en una camioneta Toyota de estacas, a efectuarle un mantenimiento rutinario a una planta eléctrica instalada en Bahía Ondita, un punto en el mapa colombiano del que jamás había escuchado pues nuestro bachillerato fue enfático en proveernos del conocimiento geográfico del destino predilecto, el país del norte.

Mi padre va en la cabina delantera con Manuelito, el cacique de la mitad de la alta Guajira, atrás va Josué, uno de sus cincuenta hijos oficiales engendrados por sus diez consagradas mujeres. Yo ando deslumbrado por la violencia del paisaje que se abre ante mis ojos, alucinado por la voracidad de una naturaleza que sobrevive a pesar de las carreteras que intentan desangrar sus entrañas, llevando, por primera vez, un arma en mi cintura.

Quien se iba a imaginar que Manuelito era un man común. Cuando mi padre me dijo aquella mañana que nos venía a recoger un cacique no pude evitar cierta admiración por mi progenitor, ¿cuando se había visto un cacique que fuera a recoger y no a ser recogido? como muy seguramente hubiese dictado alguna norma inexistente del Manual de Carreño. Penacho, taparrabo, arco y flecha con el cuerpo dibujado y coloreado con miles de figuras y colores, así como lo habíamos visto en los libros de Social Studies del colegio en los cuales aprendíamos sobre los antepasados de nuestra nación, o era de la Americana?, da lo mismo. Pero no, el que venía era un cacique, pero Guajiro, a, entonces el tipo debía ser uno de esos gangsters a la colombiana, con sobrero yanqui, rebozado de cadenas de oro y armado hasta los dientes, claro, como Gacha. Ninguna de las anteriores, Manuelito era delgado de un metro setenta de estatura, tez clara retostada por el sol y ojos translucidos, sin cadenas rebosantes, escasamente llevaba un crucifijo colgado del cuello, y el único lujo que poseía en ese momento era un teléfono satelital en el carro aun cuando jamás se había visto en Colombia un teléfono celular. ¿que clase de indio era uno que no se acercara ni levemente a nuestro estigma social?, pues uno que descendía de tempranas colonias Holandesas que habían desembarcado hacia algunas décadas en la península, haciendo de las suyas con los nativos y creando un mestizaje de ensueño, me explicaría mi padre algunos años después.

Manuelito había sido hasta seminarista, creía en un Dios cualquiera que fuese y guiaba su destino y el de su pueblo a través de las visiones que llegaban a el en sueños y apariciones.

La Toyota iba arrasando asfalto a 140 kilómetros por hora, desafiando los inclinados peraltes de las curvas que bordeaban los acantilados, intentando pasar de improviso por las zonas enemigas del bien ajeno, los piratas terrestres que hoy en día se dicen llamar Paras, abundan en esa zona y se consolidan en la nueva Zona Bananera, propiedad de Mancuso, la cual se extiende al lado izquierdo de la carretera, devorando antiguas selvas vírgenes.

Un poco más allá de Palomino, a dos horas de camino, se encuentra uno con los caminos rectos de la Guajira, extensiones de carretera sin curvas con planicies erosionadas a lado y lado; esta se ensancha hasta llegar a un imposible ingenieril colombiano, la medio bobada de 12 carriles que fueron construidos con el único fin de servir de pista de aterrizaje a los Mirage en el gobierno de Belisario en uno de los tantos intentos en complicidad con el gobierno Venezolano, de despistar algún cataclismo interno con amenaza de rebelión civil con la justificación de un yacimiento petrolero que jamás ha sido nuestro.

Llegamos a Cuatro vías; esta es la intersección perfecta, la carretera llega recta kilómetros atrás y arremete en ángulo de 90 grados contra la que va de la Mina a Bahía Portete, paralela a esta y con un paso elevado en la intersección va la vía férrea que soporta 101 vagones llenos de carbón cuando lleva dos locomotoras adelante, y hasta 151 cuando los arrastra con tres.

En cuatro vías paramos a tomar chicha helada; bajo el rigor inclemente del sol se aglomeran cientos de expertos en frigorífica con sus neveras de icopor derretido, alojando cuidadosamente el bien más preciado de este punto del país, el frío. Afortunadamente mi padre me había aconsejado por la mañana que me pusiera una camisa manga larga y cachucha, el sol de la Guajira no sólo pica por ser sol sino por estar alumbrando un desierto.

Al arrancar viramos a la izquierda tomando el camino que va hacia Bahia Portete, una vía de unos seis metros de ancho, sin pavimentar.

“Esos son los camiones de contrabando que comienzan a llegar de Bahía Portete, ahorita verá…” Me explicó Josué al visualizar una nube de polvo que se levantaba en el horizonte inmediato.

Efectivamente a los diez minutos comenzaron a materializarse unos edificios andantes, feroces Ford de los cincuentas que arrastraban tras de si cargas de por lo menos cinco metros de alto, eran bloques completos de todo tipo de electrodomésticos, ropa de marca, zapatos, cachuchas, vajillas de plata, de oro, y hasta de plomo; herramientas de marcas americanas made in China; armas Rusas, gringas o Afganas; en fin, todas aquellas importaciones que entran al país pagando tributo a los directores de aduana y que aquí se les paga es a los directores del contrabando, la misma vaina.

Camiones cargados de la mercancía que desangra nuestro país, que nos frustra del progreso y el empleo mientras funcionarios ejemplares de la DIAN hacen grandes esfuerzos por restituir su autoridad con directores como la Kertzman que hacen grandes actos de caridad regalándole cuatrocientos mil millones de pesos de nuestros impuestos a pobres desvalidos como los dueños del Banco del Pacifico. Contra semejantes figuras no hay impuesto que valga.

Encima de cada camión se apersonan del panorama pequeñas figuras, casi imperceptibles ante semejante mole de contrabando, indígenas cargueros que andan con la tecnología a cuestas, matando su espalda por el diario que no pasa de ser un plato de frichi con aguapanela y cinco mil pesos por camion descargado.

Después de dos horas de recorrido nos desviamos para internarnos en el desierto, los camiones no han dejado de pasar, uno cada 30 segundos sin interrupción y seguirán pasando hasta el atardecer me explicaba Josue, pues hoy había un buque de Marlboro en la Bahía. El alimento de Maicao, el sustento de la Guajira, el veneno de nuestra economía.

Quien iba a imaginar un desierto multiforme, uno dice, no, eso debe ser un poco de arena con algunas montañas y ya, Indiana Jones o algo así. El desierto es un misterio total, así como se encuentran conchas de caracol perfectas dejadas por el mar siglos atrás, se podrían desenterrar buses de sus arenas movedizas, buses de cachacos que no hicieron caso en el pasado y trataron de comercializar el turismo masivo.

“vea primo, en ese punto está enterrado un borrador (nombre cariñoso dado a los buses de 50 pasajeros por su capacidad de borrar a cualquiera que se atraviese en su camino) no falta el que se le ocurre traer una vaina de esas por acá, eso vinieron con grúas y todo y no lo pudieron sacar”.

Me decía Josué.

Y es que el desierto no es plano, va por escalones, uno va andando en la camioneta a toda mierda por entre un bosque de trupillos siguiendo la trilla (que es la huella que han dejado los carros con el tiempo) y de pronto entras a campo abierto, pero de horizonte a horizonte!, como si hubiesen pegao un machetazo y que de acá pa lla son trupillos y a partir de acá, arena, y mas adelante, otra línea perfecta que llega al infinito, y a partir de allí, solo cactus. Un topógrafo no la hubiese podido trazar mejor. Y sin contar las arenas movedizas que además de ser movedizas son móviles, es decir que cambian de posición, un día están acá y otro día están sobre la trilla. Dicen que antes no era así, que las arenas se quedaban en un solo sitio, pero desde que llegaron los gringos de la mina y comenzaron a ponerles señales amarillas de peligro, a las arenas se les dio por mamar gallo.

Según me explicaba Josué, hay que estar pendiente del reflejo de la arena a lo lejos, porque va uno y se mete y hasta ahí llego el carrito y quien sabe si uno mismo.

Nuestra primera parada en el desierto. La primera ranchería.

Se baja mi papá de una y me dice:

“Primero que todo, aquí no se le niega nada a nadie, si te dan guarapo, te lo tomas, si te dan tinto lo recibes, si te dan una india pa que te acuestes con ella te la comes“, y Manuelito solo se reía de la sinceridad paterna.

Al parecer los indígenas de la Guajira han logrado afinar el sexto sentido que los civilizados hemos sido brutos para asimilar; se comunican por telepatía, o por desdoblamiento que viene a ser la misma vaina. Me imagino yo que por las largas distancias que hay que recorrer, y la dificultad del terreno, esta gente se sentó a pensar y a meditar, y tenga, pues claro, la reunión de estos dos factores con un gran silencio, que es exquisito de por si en el desierto, da con el desdoblamiento.

Así que si te niegas a un ofrecimiento de un guajiro, este va y lo comunica por todas las tribus amigas de la región antes de que tu puedas llegar a ellos en tu camioneta y de esa forma no te vuelven a ofrecer nada en ninguna parte, corriendo el riesgo de morir de inanición o de deshidratación gracias a la ofensa de no haber recibido en algún caserío así sea una tacita de tinto.

Ya en el décimo caserío yo tenía encima ocho tasas de tinto, cuatro vasos de agua de maíz, una Coca Cola, que me habían dado en el primero en donde había un letrero en lata oxidada con el logo de la coca cola company de hace 50 años; una pierna de conejo, frichi, iguana… etcétera, etcétera. (Lo único que no ofrecieron, para mi descontento, fue la indiecita, que vaina…).

El onceavo caserío es Nazareth.

Un pueblo con construcciones civilizadas; había sido edificado dos años atrás para servir de centro comercial pesquero y de contrabando y de meca cultural y educativa de la región; un centro de paso para los indígenas, albergue desinteresado para los caminantes del desierto. Luego de un año de uso, fue atacado por una tribu enemiga de la de Manuelito en represalia por alguna ofensa de palabra en el pasado y que se había traducido en Guerra a muerte. Las paredes de las edificaciones estaban totalmente agujereadas por proyectiles de fusil, los techos destruidos, paredes arrasadas por explosivos de alto poder. Era un pueblo fantasma habitado únicamente por una señora de unos sesenta años, morena de ojos grises, con brazos potentes y manos grandes. Allí bajamos, como habíamos hecho en todos los caseríos, un bulto de maíz, uno de arroz y uno de fríjol; ellos hablaron en Wayunaiki durante un rato, nos despedimos en palabras que ya Josue me había enseñado “Amushtaya”, decía para decir adiós.

Fue nuestra ultima parada, después de esta volvimos hacia la línea costera y aceleramos a través del desierto que era despejado y plano en este punto, el mar transparente casi verdoso pues reflejaba la vegetación del fondo en su superficie, unas playas de ensueño, los “Pulowi” le llaman ellos a grandes dunas de arena apostadas en la costa, dicen que estas eran grandes Tortugas marinas que salieron del mar y quedaron allí en la playa, son casi como dioses naturales, toda naturaleza en el desierto merece un respeto reverencial, la inteligencia de la naturaleza supera la inteligencia humana.

“Esa es la pista de mi papa”… Me respondió Josue al preguntar yo por una explanada que se veía al fondo y una carpa verde al costado de esta.

“Y esos son los policías que le cuidan la pista”.

Era la policía antinarcóticos que viendo infructuosa la labor de destrucción con explosivos, pues la reconstruían a los pocos días, creo una pequeña base para asegurarse de que no aterrizaran avionetas en este punto de la guajira, en ella habitaban cinco policías que en ese momento como todo el día, andaban en calzoncillo, con la reata a la cintura de la cual colgaba la Prietto Beretta 9 mm. Esperando la próxima aeronave para no solo prestarle la seguridad respectiva, sino para ayudar a cargar y descargar.

Mi papa ya me había advertido antes del viaje que me iba a encontrar con algunas situaciones ilegales que debía guardar a mi propia percepción.

Los policías terminaron siendo los celadores de la pista gracias a una comisión por avioneta aterrizada, y otra adicional por el cargue y descargue.

Un poco mas arriba, a media hora de la pista, llegamos finalmente a la casa de Manuelito. Rodeada por tres playas pues queda en un pequeño cabo que se extiende hacia el mar por algunos metros, y cerrada en el frente por un muro de cinco metros de altura, por aquello de los enemigos. Es una morada sin lujos, sin los grifos de oro de los narcos del interior, una casa de una sola planta con una gran terraza que la rodea y de donde cuelgan decenas de hamacas.

La casa de Manuelito es un lugar de paso para los indígenas de la región; acoge a quien la noche agarre en el desierto cerca de este punto, se le alimenta y se da posada sin costo alguno para los nativos. Existe una cama en toda la casa y un baño. La cocina queda separada de esta, junto al patio que hace al mismo tiempo de garaje para la Toyota cuatro puertas y la de estacas, bodega para los barriles de gasolina y los tanques con agua y allí mismo a unos metros de la casa, se encuentra la planta.

El día que mi papá me contó la historia de la planta yo no le creí, y es que yo nací iluminado, digo, con luz eléctrica; como era posible que hubiese gente que ignorase su existencia.

Y es que cuando Manuelito conoció a mi papá lo hizo para que le diera luz a su casa, y entonces fue cuando acordaron lo de la montada de la planta. Eso fue un camello llevarla hasta allá arriba, porque la planta, digna de esa época, era un burro completo, la amarraron en un camioncito y hágale pal desierto. En el camino se volcaron, casi quedan enterrados en una duna, los atrapó una tormenta de arena; en fin, parecía que el desierto se había decidido a no dejar entrar la tecnología; Manuelito casi que se hecha pa tras porque tanta insistencia de la naturaleza no podía ser en vano, algo malo se presagiaba en el ambiente. Afortunadamente no paso nada, excepto lo de la volcada que casi termina con victima a bordo, de no ser porque la planta iba bien amarrada hubiera aplastado a un pelao de unos doce años que quedó debajo de ella, afortunadamente para los civilizados, la planta quedo colgando, a los nativos se les daño la fiesta de la muerte, la alegría de sacar del sufrimiento mundano al muchacho.

Pero lo mas interesante fue la instalada, una vez en la casa bajaron la planta con barras de cañabrava y poleas de madera con cabuya que hacía de cadena; las bases ya había sido cementadas y techadas, las redes instaladas con una semana de anterioridad, todo estaba listo para el acontecimiento. Mi padre contaba ese día con un equipo técnico consistente en 30 niños indígenas, de taparrabo y todo, que lo seguían a donde quiera que iba, detallando cada uno de sus movimientos, curiosos ante lo que hacía “el profe”, mi papá.

Todo estaba listo, el tanque lleno de ACPM, las salidas conectadas, los fusibles en posición, un botón verde de encendido y otro rojo de parada de emergencia, las agujas bien, el sistema de arranque listo. Mas demoró en pulsar el botón que en presenciar un acto de escapismo errático de su fanaticada: los indígenas, aterrados por el ruido que producía el motor diesel, salieron disparados hacia guaridas dentro de la tierra de los cuales mi padre no se había percatado hasta ese momento, pero no sólo fueron los niños, los padres de estos, las cocineras, los pescadores. El único que quedó en pié fue Manuelito porque pues el hombre ya era gente estudiada. Tocó apagar la planta y comenzar a dar explicaciones, y claro surgieron las razones y las burlas, y entonces fue cuando Manuelito le explicó a mi papá que es que ellos pensaron que eran los helicópteros que venían otras ves a ametrallarlos y bombardearlos, y pues claro, como suenan igualito.

“¿Cómo así, cuales helicópteros?” Preguntó mi papá

“Pues como ahora se le ha dado al gobierno por preocuparse por nosotros, por aquello del puerto y de la pista, y es que aquí Aruba nos queda a dos horas en lancha y a media en avión, Jamaica a otro tanto, y así hay cientos de puntos del caribe por donde sale la mercancía; aquí les prestamos el servicio de enlace y nos ganamos nuestra comisión. Pero entonces llegó esta gente, y como no los quisimos dejar entrar en la vaina, pues nos mandaron el ejército con helicópteros, porque esos hijueputas no se atreven a pisar la arena porque saben que los “Guanurus” les cojen el alma y se la llevan. Al principio nos mataron mucha gente, pero el guajiro es inteligente así que hicimos huecos pa escondernos, y ahí si que bajen!, que vengan a buscarnos!, pero no se atreven, les da culillo bajarse de sus máquinas de acero. Pero la vaina se calmó, porque el gobernador del Magdalena entró al negocio y entonces habló con los de la Primera División y bueno, tocó darles una parte para que los helicópteros pasen en horas no pico, porque es que hay días en que los gringos se descaran y se vienen de a varios, como si esta vaina fuera una plaza, y pues no se puede asustar al cliente, así que a esas horas nada de sobrevuelos y ya esta la cosa. A mi me da rabia porque ese billete va un tipo de esos y se lo bebe, se lo gasta en putas y lo demás se lo fuma en marihuana porque eso es lo que le gusta hacer a los políticos y militares de la costa; en cambio, esa plata acá sirve pa la comida de todo el mundo, y pa el agua, hay que estar abriendo canales y reforzando los pozos con material, eso vale plata. Que los cultivos no dan lo suficiente, entonces vaya Manuelito a la ciudad y cómprese una buena carga de maíz y de arroz y cuando alcanza, hasta fríjol. Imaginese profe, uno acá que arriesga el pellejo pa que la gente no se le muera de hambre, y esos perros que cada ves quieren más billete, y es que el otro día me puse a hacer cuentas, y por cada puta que ellos se comen, nosotros alimentamos un niño por una semana, así como no va a dar rabia. Pero pues toca, esa es nuestra social narcocracia”.

La siguiente odisea fue la luz, habían instalado diez velas alógenas de ciento veinte pulgadas y cuarenta vatios de potencia cada una. Esperaron hasta las siete cuando el sol termina de ocultarse y queda en el cielo un latifundio de estrellas en donde las fugases son comunes por su abundancia. Se prendieron las luces y la fanaticada, que aún a esa hora andaba tras el profe, desapareció nuevamente, quedaron bajo la mesa del comedor, bajo la única cama, algunos se internaron en el desierto; uno de los indios que andaba de paso y se encontraba en la mesa comiendo un plato de frichi, desapareció y nunca lo volvieron a ver.

“Esa luz quema!” decían en su idioma.

Apagaron las luces, al día siguiente toco reunirlos a todos y explicarles lo que era la luz eléctrica, como se creaba, que no era cosa de dioses sino de General Electric. Y claro, Manuelito muerto de la risa por la ingenuidad de sus familiares, y mi papá deslumbrado porque acababa de presenciar un acto de iluminación.

Al bajarnos del carro llego “Amesh” el encargado de la casa, a dar los últimos pormenores a Manuelito, había una lancha parqueada en la playa norte y no habían logrado entenderse con los tripulantes. Mi papá ya se encontraba en la planta así que Josué me pregunto que si quería ir y yo acepte gustoso. Era una lancha muy grande, de esas que uno veía en los canales de deportes, con dos motores fuera de borda, estaba completamente pintada de negro, un negro opaco.

“No la supieron pintar”. Pensé yo, pero enseguida reflexioné y claro, un negro como para que no refleje, que no se vea por las noches.

Encima de ella habían cuatro negros gigantes, de esos negros que uno ve en las películas porque los de acá son raquíticos y en ese momento alguien dijo Jamaica por alguna razón y allí se ató todo.

“-Manuelito, si quiere yo le traduzco…” le dije ingenuamente

“Y es que usted sabe ingles?”

-“Claro, no ve que estado toda la vida en colegio bilingüe y hasta viví un año por allá”.

“Perfecto, este era el que necesitábamos”.

Les hicieron señas a los de la lancha y dos de los negros se zambulleron en el agua y nadaron hasta la costa, Amesh le explicaba lo que habían logrado avanzar a Manuelito en wayunaiki, Manuelito me traducía a español para que yo entendiera como era la vuelta, y yo les preguntaba a ellos en ingles, la cadena se reversaba y cada respuesta tenía su repercusión en tres idiomas. La cosa se resumió a si eran ellos los que venían por los ciento veinte kilos de coca, que si, que eran ellos pero que andaban sin gasolina. A, entonces que frescos que gasolina hay pero que hay que dar la vuelta y meter la lancha en la bahía porque la pueden ver desde el faro de Punta Gallina.

Esa fue mi primera y última transacción en el narcotráfico y la verdad remordimiento, que uno diga remordimiento, no hubo. Que remordimiento va a haber si uno sabe y logra entender que sin ese negocio esa gente se muere, porque del amparo del estado sólo estaban los helicópteros.

Y ahí es cuando llega la duda y uno se pone a pensar si la Ley es persona o es palabra; aquí la Ley no aplica pues abría que tomar todo un contexto socioeconómico para poder respetarla y le apuesto que nuestros honorables representantes por acá no han venido a mirar el contexto, si acaso a reclamar un anexo, al negocio, por supuesto.

Bueno y entonces cual es la maricada, si de aquí sale la vaina y es buen negocio sacarla, que problema hay; no, que los niños gringos se están matando por las narices, y que hay de nuestros niños que se están muriendo por la boca por aquello de ese vicio obligado al que llaman hambre. Pero es que ajá, aquellos son niños gringos y usted sabe, la potencia mundial. Aves de rapiña que sólo saben explotar a los países desvalidos para poder cubrir su propia ineficiencia, una plaga que contamina al socialismo autóctono de Latinoamérica para que les compren su producto, sus basuras que no sirven sino como contentillos de un pueblo estúpido, embrutecido por la voracidad de sus gobernantes, engañado por las tácticas de una clase dirigente corrupta y viciosa, porque a mi no me echan cuento, Pastrana es marihuanero, Gaviria marica y Uribe Paramilitar, y de ahí pa bajo pues que se puede esperar.

Por eso yo creo fervientemente en la Social Narcocratica, promulgo sus estatutos y respeto su legado, me acojo a sus Leyes y comparto su respeto por la palabra y la honra que son el principio de toda cosmovisión decente, única e individual. Concebida por obra y gracia de la miseria y la desigualdad. Materializada en la Alta Guajira colombiana, en sus desiertos, en sus tribus y en su palabra.